Autor: Dr. Juan Medrano, Psiquiatra del área de Salud de Bizkaia
El 29 de setiembre de 2005 fallecía, a los 86 años de edad, Mogens Schou, el gran impulsor del uso del Litio en Psicofarmacología. En el año que ha transcurrido desde su desaparición, son muy pocas las revistas profesionales de renombre que se han hecho eco de su muerte y que han condensado su obra y su vida en el correspondiente obituario. Con vistas al presente artículo, el autor ha realizado una búsqueda en Internet en la que, salvo error u omisión, sólo ha podido encontrar referencias a la muerte de Schou en cinco publicaciones: Acta Psychiatrica Scandinavica (1), History of Psychiatry (2), Neuropsychopharmacology (3), Australasian Psychiatry (4) y la polaca Postepy Psychiatrii i Neurologii (5). Tres de las reseñas son obra de un mismo autor: Schioldann un danés, establecido en Australia (precisamente los dos extremos de la Tierra de donde partió el Litio en terapéutica psiquiátrica).Además, la brasileña Revista Brasileira de Psiquiatria (6) ha recogido una carta al director en la que se comentaba la obra y el fallecimiento del psiquiatra danés. Sorprendido por no encontrar eco del fallecimiento de Schou en ninguna de las publicaciones internacionales más relevantes de la especialidad, o en las más propiamente dedicadas al trastorno bipolar (Bipolar Disorders,Journal of Affective Disorders), el autor ha repasado, con franciscana paciencia, los índices de cada una de ellas desde setiembre de 2005, confirmando la falta de un obituario o una reseña glosando la vida y la obra del psiquiatra danés. Se cuenta que Schou era un hombre “complejo”, y la historia del Litio no es precisamente un ejemplo de armonía entre las diversas escuelas psiquiátricas. Por otra parte, en nuestros días existe un cierto desinterés por el producto al que gráficamente denominaba Jefferson en 1989 una “varita mágica terapéutica” (7).Aun así, no deja de llamar la atención el aparente desinterés por la figura y la obra de uno de los más relevantes psicofarmacólogos. Sirva esta humilde reseña como recordatorio de los méritos de Schou, de Cade, que le antecedió, y del psicofármaco más barato y, probablemente, más injustamente ninguneado en relación con sus virtudes.
Mogens Abelin Schou nació en Copenhague el 24 de noviembre de 1918. Fue el segundo de los hijos de Hans Jacob Schou, un psiquiatra de renombre en su país, y Margarethe Brodersen (2,8,9). Tras concluir sus estudios secundarios, dudó entre la Ingeniería (su abuelo era director de una fábrica de ladrillos y cerámica) y la Medicina, decantándose finalmente por esta última, en la que se matriculó en 1937. En una entrevista concedida a David Healy (8), relataba cómo su padre era director de un hospital psiquiátrico en el que se atendía esencialmente a pacientes neuróticos, a los que el insuficiente desarrollo de técnicas por aquellos tiempos no permitía abordar con tratamientos farmacológicos. Recordaba Schou en la conversación el aspecto penoso que mostraban los pacientes depresivos en sus paseos durante meses y meses por los alrededores del edificio. Esta imagen, junto con el hecho de que algunos de sus familiares padecían psicosis maniaco–depresiva, bien pudo haber animado a nuestro hombre a seguir los pasos de su padre y dedicarse a la Psiquiatría.
Terminados sus estudios en 1944, Mogens Schou inició una serie de estancias formativas en distintos centros de Dinamarca, Noruega, Suecia y Estados Unidos, para terminar siendo asistente de investigación de Erik Strömgren, la gran figura de la Psiquiatría escandinava de la época, que dirigía el Hospital Psiquiátrico de Risskov, en Aarhus. En 1951, Strömgren le habló de los trabajos de un psiquiatra australiano, John Cade, acerca del posible papel del tratamiento con Litio en la manía. En ese momento, la vida de Schou, y la de muchos pacientes bipolares, cambió radicalmente (2,8,9).
El Litio fue intuido, más que descubierto, en 1817 por el químico sueco Johan August Arfwedson, quien en el análisis de dos minerales encontró que la suma de sus integrantes identificables nunca coincidía con el 100% del total, lo que le llevó a postular que debía existir un componente no identificado para el que propuso el nombre de Litio (de roca, en griego). Arfwedson, sin embargo, no fue capaz de aislar ese integrante desconocido y huidizo, tarea que culminaron independientemente un año después WT Brande y Humphry Davy, mediante la electrolisis del óxido de Litio. Desde su descubrimiento el Litio fue muy utilizado en terapéutica informal. Los años de oro de la balnearioterapia pusieron de relieve las virtudes supuestas o figuradas de las aguas litiadas (como Vichy Catalán), poso del cual es el éxito que en su momento tuvieron los Lithines, unos sobrecitos de carbonato de Litio que se preconizaban para todo tipo de afecciones digestivas. La investigación acerca de las posibles capacidades terapéuticas del Litio llevó a Ure a intentar disolver los cálculos biliares en carbonato de Litio en 1859 (7).
En aquellos años los investigadores sobre la etiología de las enfermedades tenían un gran interés, y habían colocado unas inmensas expectativas, en el ácido úrico. La gota era una enfermedad prevalente y, además, su “estudio bioquímico” era sencillo, ya que en un sencillo análisis de orina, se apreciaba cómo el ácido úrico precipitaba. Hacia 1860, Garrod descubrió que la inmersión en una solución de carbonato de Litio disolvía los depósitos de ácido úrico de las falanges de los pacientes gotosos. Esta propiedad otorgó al Litio un papel importantísimo en la incipiente terapéutica de la enfermedad (10). Al mismo tiempo, la accesibilidad del ácido úrico a la investigación hizo que se pusiera de moda para explicar todo tipo de enfermedades, 0lo que permitió la consolidación de una hipótesis “diátesis gotosa” o “diátesis úrica” que explicaba todo tipo de enfermedades (7, 8,10). En otras palabras, el ácido úrico fue un precursor de los muchos y surtidos agentes y factores pan–patogenéticos que conocemos en nuestros días (tabaco, homicisteína, virus diversos, carencia de ácidos grasos esenciales, radicales libres, etc, etc, etc). En la década de 1870, el prominente médico estadounidense Hammond trató con Litio, y al parecer, con éxito, a pacientes con trastornos del estado de ánimo (11). Y precisamente en Dinamarca, anticipándose más de medio siglo a Schou, a Schou, los hermanos Lange (Carl, neurólogo y Fritz, psiquiatra) emplearon el producto en el tratamiento de depresiones recurrentes y como lo que hoy en día llamaríamos antidepresivo en fase aguda. Sus observaciones, sin embargo, no tardaron en verse desacreditadas por la opinión médico – psiquiátrica de su tiempo (2,10).
En 1949, tres años antes de la celebrada y siempre reseñada introducción de la clorpromazina, John Cade, un psiquiatra australiano, había publicado un artículo en el que comunicaba la efectividad de las sales de Litio en la manía (12,13). John Frederick Joseph Cade nació en 1912 y falleció en 1980. Durante la II Guerra Mundial pasó tres años y medio en un campo de concentración japonés. Para Cade, todas las afecciones mentales se correspondían con una alteración orgánica. Según su hipótesis, con la evidente analogía de las enfermedades tiroideas, las diferentes fases de la psicosis maniaco depresiva se deberían al exceso (manía) o defecto (depresión) de alguna sustancia. Con el fin de aislarla, utilizó como materia de estudio la orina de los pacientes maniacos en un precario laboratorio puesto en marcha por su propia iniciativa. La elección de la orina no fue casual y remite nuevamente al entusiasmo investigador y semiológico que los estudiosos de la gota mostraban por la misma sustancia un siglo atrás: la orina era para Cade, en una época en la que obviamente no estaban desarrolladas las actuales técnicas de investigación bioquímica, el fluido orgánico más accesible y manipulable. En su esquema, tratándose de enfermos maniacos, la orina sería rica en ese producto orgánico desconocido cuyas fluctuaciones marcaban las fases de la enfermedad (10). El psiquiatra australiano diseñó un experimento que consistía en inyectar intraperitonealmente orina de enfermos maniacos a cobayas. Con este procedimiento, Cade observó que para las cobayas la orina era muy tóxica, por lo que pensó que esto demostraba la presencia de la supuesta sustancia patógena. Más adelante, comprobó que la urea aislada producía los mismos efectos. Para graduar su acción ensayó con otros productos nitrogenados, y aquí aparece nuevamente el ácido úrico. Ahora bien, este compuesto es insoluble en agua, por lo que Cade optó por utilizar su sal más hidrosoluble: el urato de Litio. Para su sorpresa, la inyección conjunta con urea atenuaba los efectos deletéreos de esta última, lo que el investigador interpretó como un efecto protector del Litio. Administró después Litio aislado en las cobayas, y observó que los animales se mostraban tranquilos, con una sedación no letárgica. Animado por el descubrimiento Cade ensayó el Litio (en forma de carbonato o de citrato) en enfermos maniacos, con resultados espectaculares, que no se dieron en pacientes con esquizofrenia o melancolía, lo que sugería una acción específica en la manía (12,13).
El trabajo de Cade no tuvo mucha resonancia, a lo que contribuyó, probablemente, que se había publicado en una revista australiana… y en el mismo año en que una publicación norteamericana daba a conocer los catastróficos efectos de las sales de Litio como alternativa al cloruro sódico en las dietas hiposódicas. Por otra parte, el propio Cade no tardaría en abandonar el uso del Litio, según se dice, a causa del fallecimiento de alguno de sus pacientes (8). Pero, como se ha dicho, el estudio australiano sí llamó la atención, a muchísimos kilómetros de distancia, de Erik Strömgren, que animó a Schou para que realizara el —también— primer ensayo clínico psicofarmacológico frente a placebo, doble ciego, y apoyado en escalas desarrolladas al efecto. Nuestro hombre no atendió ni seleccionó a los pacientes, pero diseñó el estudio, procesó sus resultados, y fue también el encargado de la aleatorización, que llevó a cabo lanzando una moneda al aire para determinar si el paciente recibiría Litio o placebo. Este estudio, que demostró la acción antimaniaca en la clínica humana, fue también el punto de arranque de las dificultades del danés con los psiquiatras británicos más afamados. En esta ocasión, Eliot Slater, director de una de las revistas más relevantes del momento, rechazó el manuscrito por tratarse de un estudio sobre un “fármaco desconocido” y recomendó que se publicara en un medio de segunda fila (14). Así sucedió, lo cual, en opinión de Schou, limitó su impacto (8).
A finales de los años 50, dos clínicos, el británico Hartigan y el danés Baastrup, se pusieron en contacto con Schou para darle a conocer su impresión de que además de su efecto antimaniaco el Litio prevenía las recaídas en la psicosis maniaco – depresiva. Sus observaciones, que publicaron por su cuenta (15,16) espolearon a Schou, quien diseñó junto con Baastrup un estudio destinado a confirmar si realmente el Litio, además de antimaniaco, podría ser eficaz en la profilaxis de las fases de la enfermedad. El estudio duró seis años y medio e incluyó 88 pacientes, en los que se comparó el número de episodios del trastorno antes y después de la introducción del Litio (17). Obviamente, el diseño no era ciego, por lo que se apartaba mucho de los cánones de la excelencia en los estudios psicofarmacológicos.
Desde el Reino Unido, Shepherd y otros psiquiatras del Maudsley atacaron sin piedad la idea de que el Litio fuera un medicamento profiláctico. Lo tildaron de tontería y definieron a Schou como un mero “creyente” en las virtudes del Litio más que como un verdadero científico capaz de estudiarlas y demostrarlas (18). La polémica alcanzó un nivel extraordinariamente agrio, con apreciaciones ácidas en ambos sentidos. Los daneses argumentaban que una vez apreciado un efecto profiláctico sería profundamente antiético realizar un ensayo frente a placebo, ya que supondría exponer a graves riesgos a los pacientes que recibieran la sustancia inerte. Los argumentos pasaron de lo metodológico a lo personal, y se llegó a afirmar que un estudio sin doble ciego realizado por Schou no era válido por su implicación emocional con el producto, ya que su hermano padecía lo que hoy llamaríamos una depresión mayor recurrente que el autor danés trataba (exitosamente) con Litio. La descalificación llegó aún más allá, al sugerirse que el propio Schou padecía una psicosis maniaco–depresiva y se automedicaba con Litio (8). Según parece, la descalificación británica al Litio tenía mucho que ver con aspectos doctrinales: en los años 60 esta escuela no distinguía entre depresiones psicógenas y endógenas, por lo que temían que cualquier forma de depresión acabase siendo tratada en atención primaria con Litio, con graves riesgos si no se monitorizaba el tratamiento (8).
Para eliminar toda suspicacia y duda, Baastrup y Schou optaron por llevar a cabo un ensayo clínico doble ciego de discontinuación de Litio, que diseñaron con gran cuidado para reducir al máximo el riesgo de recurrencia. Se basaron en un análisis secuencial para determinar el final del ensayo. A los seis meses, la mitad de los pacientes del grupo tratado con placebo había recaído, por ninguno de los que habían tomado Litio (19). Aun así, se mantuvo la polémica, ya que desde el Maudsley se argumentaba que el diseño del ensayo hacía dudar si lo que se demostraba era que el Litio tenía un papel profiláctico o, más bien, que tras su supresión hay lo que en nuestros días llamaríamos un síndrome de discontinuación con recaída rápida en la manía. Hoy, por cierto, sabemos que ambas cosas son ciertas.
Afortunadamente, un ensayo posterior, dirigido por Coppen, en el que participaron psiquiatras británicos, confirmó la eficacia profiláctica del Litio (20). Así, a trancas y barrancas, el Litio fue ocupando un lugar preeminente en el llamado arsenal psiquiátrico. En 1970 era autorizado por la FDA (21) y en el mismo año empezaba a comercializarse en España (22). Más adelante aparecieron los trabajos que confirmaban su eficacia como potenciador de antidepresivos y su efecto protector frente al suicidio (23).También llegaron sinsabores, como la posición dominante del valproico los EEUU, criticada por Schou, ya que a su entender no supera en absoluto al Litio (9), o las renovadas críticas a la capacidad preventiva del Litio realizadas en los años 90 por la —cómo no— británica Joanna Moncrieff (24).
A Schou y a sus colegas daneses debe reconocérseles el mérito de haber encontrado (y modificado, según la experiencia clínica) el rango terapéutico del Litio. Además, como él mismo destacaba, nadie ha dado a conocer como él los riesgos y los efectos secundarios a corto, medio y largo plazo del fármaco, que revisó y repasó en uno de los últimos de sus 540 trabajos publicados (25). Sorprende que un medicamento al que tanto deben la Psiquiatría y los enfermos no haya gozado de un reconocimiento más explícito. Es ciertamente injusto que Schou no recibiera el Premio Nobel, aunque posiblemente el Litio no merezca ser parangonado con la malarioterapia y la leucotomía, los únicos procedimientos psiquiátricos que han recibido el galardón hasta la fecha. El propio Schou apuntaba (8,9) como una posible causa del desinterés por el Litio es su bajo coste, por lo que nunca dispondrá del apoyo de la industria. Al mismo tiempo, se apresuraba a aclarar que para él, en su vertiente de investigador, este hecho tiene la ventaja de que ha trabajado siempre por libre, sin las cortapisas, la orientación o incluso la censura que conlleva la esponsorización interesada. David Healy, sin embargo, hace unos años, pronosticaba que a causa de este desinterés el Litio moriría con Schou (10). La feroz campaña para introducir fármacos alternativos parece darle la razón.
Aunque la historia del uso del Litio en Psiquiatría anteceda en casi un siglo a Cade y Schou, fue el fallecido profesor danés a quien se debe su desarrollo como psicofármaco. Recientes trabajos, aun remarcando los riesgos del catión, especialmente a nivel renal, insisten en su eficacia (26).Algo que debe tenerse en cuenta en una época en la que el en su momento innovador concepto de Hartigan, Baastrup y Schou de que hay fármacos capaces de prevenir episodios agudos de enfermedad maniaco – depresiva ha hecho fortuna entre las empresas que comercializan las muy variadas moléculas que se vienen subiendo al carro de los “eutimizantes”, o “timorreguladores” o “reguladores del humor”. Una época en la que paralelamente se está ensanchando el concepto de “Trastorno Bipolar” o de “Espectro Bipolar”, con lo que aumenta el número de potenciales consumidores de esos fármacos, en lo que algunos críticos consideran que es poco menos que la venta interesada, por la propia industria, no ya de los fármacos, sino del propio concepto de la enfermedad (27) de la que cada año se nos aportan crecientes tasas de prevalencia. El millón de españoles (2,5% de la población) que recientemente se aseguraba que padecen el trastorno (28) queda lejos del 7% que apuntan otras cifras y más aún de ese 12 a 24% que los criterios de Zurich permiten calcular (29). De aceptarse acríticamente estas cifras, será una buena noticia para la industria farmacéutica; no tanto para unos pacientes a los que las innovaciones terapéuticas, más que desbancar al Litio, han conseguido esencialmente someterlos a una polifarmacia difícilmente sostenible. El hecho de que un reciente symposium sobre el tratamiento del trastorno bipolar se preguntase si podemos tratar la enfermedad con menos de cinco fármacos no deja de ser ilustrativo (30). No puede uno por menos que preguntarse si para esto merecía realmente la pena buscar alternativas al Litio. Schou opinaba que no, que en el verdadero trastorno bipolar, en la clásica psicosis maniaco – depresiva, ese cuadro que ahora algunos llaman “Enfermedad de Cade” para distinguirla de los otros integrantes de ese borroso espectro bipolar (31), el tratamiento de elección era el Litio (9).
Sea como fuere, la historia del Litio pone de relieve, pues, elementos inherentes a la Psicofarmacología. La serendipia, esa especie de veleidosa fortuna científica, quiso que, pese a que se basaban en hipótesis erróneamente vinculadas al ácido úrico o a la urea, Hammond y los Lange, primero, y Cade, después, utilizasen el Litio en los trastornos afectivos. El tesón de Schou y sus colegas les permitió demostrar la efectividad del producto y determinar la manera de utilizarlo. Las rivalidades con tintes de mezquindad agriaron las relaciones entre Schou y algunos de los principales psiquiatras de su época. Y los intereses económicos han ido arrinconando, o cuando menos no promocionando, al Litio. Y quedan, por último, las modas científicas. Como destaca una revisión de Belmaker (32), desde que a mediados de los 60 se empezase a estudiar sus posibles mecanismos de acción, el Litio ha demostrado actuar de forma congruente con cada una de las hipótesis que se han sucedido en el hit parade del estudio bioquímico de los trastornos afectivos. Así, de la misma manera que en pleno siglo XIX satisfizo clínicamente a los seguidores de la diátesis gotosa, en el laboratorio ha sido capaz de confirmar su acción sobre el metabolismo de las monoaminas (de moda hacia 1970), sobre los receptores de neurotransmisores (en boga hacia 1980), sobre los segundos mensajeros intracelulares (de rabiosa actualidad hacia 1990), sobre los terceros mensajeros y los genes relacionados con la respuesta neuronal (que rompían hacia 2000) y, por último, ha evidenciado su papel en la neuroprotección y la neurogénesis (centro de atención en nuestros días). No sólo es un producto eficaz, sino que además es complaciente con los neurocientíficos.
Evidentemente, nos hallamos ante un fármaco prodigioso. Por cierto, que cuando se le interpelaba al respecto, Schou, un sabio, al fin y al cabo, no tenía el menor empacho en reconocer que no tenía la menor idea de cuál era el mecanismo por el que el Litio ejercía su acción.
En 1989, Schou creó el IGSLI (International Group for the Study of Lithium–Treated Patients), en el que participaban psiquiatras de Alemania, Austria, Canadá, Chequia, Dinamarca, Suecia y Suiza. Nuevamente, faltaba la representación británica o norteamericana, lo que Schou interpretaba como una bendición, ya que siendo el idioma de comunicación entre sus miembros el inglés, todos se veían en la obligación de expresarse en una lengua que no era la suya propia (9). Precisamente falleció, de una neumonía fulminante, a los dos días de regresar de una de las reuniones del IGSLI en Polonia y pocas horas después de haber dado término a un último manuscrito (2).
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